Este relato nace como un ejercicio de improvisación, escrito y corregido en algo más de una hora, tomando tres elementos entregados por algunos amigos: un cráneo podrido, una balanza y un bastón de ébano.
Espero que sea de vuestro agrado el resultado...
El bastón resonaba en la calle vacía. El amanecer demoraría en llegar
debido a la neblina, tan densa y blanca como leche materna. Sombras alargadas
se escabullían entre los callejones y volvían a aparecer.
El anciano no les temía.
Aquellas cosas que eran realmente horripilantes y peligrosas, se habían
retirado a sus sórdidos escondites a la espera del próximo anochecer. O al
menos la mayoría lo había hecho.
Una de las figuras que acechaba al viejo persistía en su paso distante. Debe ser un novato, alguien nuevo en la
ciudad, pensó el anciano del bastón. Una sonrisa paciente se dibujaba en su
rostro cuando la neblina se vio rasgada por la aparición de un hombretón
encapuchado, que en una de sus manos llevaba una balanza confeccionada con
huesos. En el centro del artefacto, un cráneo reseco —probablemente robado del cementerio, pensó el viejo—, observaba con
los ojos iluminados como brasas.
Tal vez le siga el juego, o solo me
ria en su cara abrigándome las manos en su juguete macabro.
Entonces el hombre de la balanza habló con voz aguardentosa y profunda
—Es un hermoso bastón el que posees pequeño anciano —y entonces preguntó
levantando su balanza— ¿Pesará acaso más que tu propia vida?
El anciano debió reconocer que se sobresaltó al oír las cadenas
arrastrándose a su espalda, acompañadas de lamentos y toses, como un
tuberculoso agonizando.
—Es un bastón de ébano, una reliquia antiquísima, que sí, vale buen dinero,
pero para mi tiene un valor más allá de cualquier precio.
—Entonces —las cadenas y quejidos se acercaban— ¿Vale más un objeto
material que tu último aliento?
—Ya se lo dije —el anciano levantó la vara de madera negra—, sería muy
doloroso separarme de mi bastón.
El encapuchado se sobresaltó al ver el tallado del mango del bastón. Era un
cráneo.
—¡Ahora Wig! —Gritó a su compañero.
Tras el viejo, lo que antes fueran cadenas arrastrándose se transformaron
en un estruendo metálico que trató de golpearlo. Antes de tocarlo, el anciano
se encontraba a metros. Se había desplazado en un abrir y cerrar de ojos.
Los bribones se juntaron espalda con espalda, incrédulos ante el movimiento
de su víctima. El encapuchado sujetaba su destartalado manojo de huesos, el
otro, un flacucho que era más cabello que cuerpo, se aferraba a las cadenas.
El anciano llegó tan rápido como se había apartado frente a ellos. En su
nudosa mano, el cráneo de ébano los miraba con una luz negra que lejos de
iluminar, parecía alejar los rayos del sol.
—¿Pesará acaso más la vida de tu amigo que tu propia vida?
Un temblor espasmódico se apoderó del grandulón, que se meo encima. Su
enclenque compañero creyó entender las palabras del anciano, y se abalanzó
sobre el aterrado encapuchado, golpeándolo sin parar con las cadenas. No se
detuvo hasta que los brazos se le adormecieron, en incluso un poco más, salpicando
más que impactando la cabeza de su compinche.
—Si hubiesen sido más astutos, sabrían que hay fuerzas con las que no se
juegan. Y también hubieses sabido… que con El
Hombre de la Balanza jamás se puede ganar.
El cráneo de ébano creció, sus ángulos estaban recubiertos de carne
putrefacta, por sus cuencas bailaban larvas y volaban moscas. Las mandíbulas,
que soltaron una peste, como si los cadáveres del cementerio municipal se
levantaran en un grito, se abrieron sobre el horrorizado estafador, para
tragarlo no sin antes masticar y romper sus huesos, reventar y saborear sus
órganos colapsados. Los gritos no rebotaron en las paredes, se perdieron en las
fauces del bastón de ébano.
El amanecer se había demorado en llegar, pero ahora llegaba disipando la
neblina y las sombras que albergaba.
Ω