Para leer las otras partes del ciclo, sigue este enlace.
El ático olía a orina de gato, a madera húmeda, a rata muerta. En
el rincón más oscuro —el predilecto de las arañas para tejer sus
trampas—, un baúl yacía bajo la suciedad de las décadas de
olvido. La llave que lo abría se encontraba en el fondo de un río,
atado al cuello de un esqueleto cuyo cráneo fue perforado por una
bala, dejando un tercer ojo que miraba indiferente el medallón de
plata de la luna.
La mano que se dirigía a abrir el cofre no necesitaba esa llave. Sus
poderosos dedos apretaron la madera que crujió y se deshizo con más
facilidad de la que esperaba, carcomida por las termitas y el
implacable tiempo.
“TIEMPO”
Bajo la gruesa capa de polvo, la palabra lucía recargada de una
crueldad mayor de la habitual.
Las páginas cocidas fueron tomadas con toda la delicadeza que aquel
bruto era capaz.
Se alejó. Cada paso era una lucha de voluntades, donde el dueño
original del cuerpo tenía las de perder. Llegó al Ford 48 y dejó
el libro junto al resto que estaba apilado en el asiento trasero. Al
volante, la figura brutal e inmensa puso a andar el motor, que rugió
con una familiaridad reconfortante para aquel que movía los hilos de
esa marioneta de carne y hueso.
En una silla mecedora, con el termo y un álbum de fotos, un viejo
tomaba mate y entre recuerdos vio pasar el vehículo a toda
velocidad.
—
¿Acaso no es el auto de Angus Mogre…?
Antes de que lograse estar seguro, el polvo se había disipado y no
había vehículo alguno. Regresó al pasado, donde le gustaba habitar
mientras estaba en el ante jardín.
El gigante sacó la carga de libros y la posó en el escritorio de
aluminio, con cuidado de no pisar los símbolos del piso dibujados
con sal.
El viejo jamás había habitado el cuerpo de un deficiente mental y
no sabía lidiar con una mente tan básica. Había sido una posesión
de emergencia, por lo que no le había dado tiempo de percatarse del
otro “detalle” que le daba mayor desventaja a este alojamiento:
era mudo.