Luego de
participar en la banda de Sagrados Ladrones de Ibanahathu, Conan el
Cimmerio debe escapar de Zembabwei, tras ser traicionado por el que
creía era su más preciado amigo en la hermandad. Contratado en la
dotación de una pequeña embarcación que le dijeron comerciaba
especias, viaja por el mar de Endhya hacia el este, cuando la paulatina desaparición de tripulantes, lo llevan a descubrir que tanto el cargamento como los oficiales no son lo que
aparentan…
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Ilustración de Frank Frazetta |
El sabor de su
propia sangre lo despertó del sopor. Un alarido nació en su pecho y explotó
como la fuerza de Crom y de los Antiguos Dioses cuyo nombre ha sido olvidado,
pero cuya savia fluye por las venas del mundo. Su torturador agitaba la fusta
en el aire rozando su pecho malherido. Su espalda se torció haciendo crujir el
madero donde estaba maniatado. Las astillas saltaron mientras rodaba por el
suelo hasta el barril donde los sirvientes del Capitán Yinaha dejaron su
espada, a la vista pero inalcanzable según creyeron. Cuando la voltereta terminó
con Conan de pie ante su arma, las amarras yacían junto a los restos del pilar.
Empuñó la espada, que se hace más liviana con la furia, los brazos y piernas se
extendieron con una fuerza que los hacía sentir inflados como la vejiga de
cabra de un mariscador. Shiakha fue el primero en caer. Sus tentáculos
rebanados se retorcieron como colas de lagarto. Guthar y Lnimir, sus hermanos
mayores, miraban con los hocicos abiertos la escena. Ante el grito de desafío
salieron de su estupor y se dispararon reptando desde el balcón de comando en
carrera sobre la cubierta hasta la popa, donde Conan les esperaba en posición
de ataque sobre la sangre de su familia.
Lnimir dio un
brinco y sus tentáculos soltaron una ráfaga de dardos que el cimmerio desvió
abanicando su acero. En tanto Gulthar había acortado la distancia hasta lograr
apresar las muñecas de Conan, pero no con la suficiente presión para evitar que
la espada se calara en su cráneo ovalado, partiéndolo. Lnimir dio un chillido
inhumano lanzándose a la carga con media docena de sables, un torbellino de
hojas que el cimmerio intentó sin éxito detener. Una cascada de chispas se
formó al chocar los aceros y Conan trastabilló al recibir los sucesivos golpes,
espacio que su contendor aprovechó para lanzarle un corte dirigido a la
garganta, que Conan esquivó sin poder evitar que hiriera su pecho ya
magullado. Al retroceder en su movimiento evasivo, llegó a la baranda del
puente de popa. El ataque de Lnimir se intensificó haciendo caer por la borda a
Conan, que sujetado con una mano del oxidado barandal, defendía su única
sujeción con la espada. Los dedos se fueron soltando poco a poco hasta que
entendió que era inútil seguir bloqueando golpes. En un último esfuerzo empujó
a su adversario con la espada y, aprovechando el precioso segundo que el
retroceso de Lnimir le dio, deslizó la hoja entre los fierros de la borda,
alcanzándolo en la raíz de los tentáculos. Al escalar para volver a la cubierta,
por la puerta de la cabina el capitán Yinaha apareció con un gran libro
encuadernado en cuero, sujetado por cuatro tentáculos que salían desde sus
ajados ropajes, que antes habían vestido su forma humana.
Los cánticos que sus fauces dobles
pronunciaban, formaron un vórtice de nubes sobre sus cabezas. El contraataque
de Lnimir lo atrapó sumido en la contemplación de aquel espectáculo
antinatural. Cayó por la borda dando brazadas. Su peso y la fuerza del golpe
que lo lanzó al mar lo llevaron hasta aguas profundas, donde solo vio un fondo
negro que devoraba los rayos de luz de la superficie. Como pudo metió la espada
en su cinturón y fue dándose impulso para regresar al aire. Sintió en el
tobillo un roce y al mirar hacia el abismo, se encontró con una multitud de
esqueletos aprestándose a darle caza. Nadó a toda velocidad, forcejeando con
las manos huesudas que intentaban llevarlo a sus dominios. La espada volvió a
sus manos, en su lucha por volver a respirar. El aire se le acababa y debió lanzar
tajos cortando el agua para impactar a los espectros de las profundidades.
Una vez fuera
del mar el deseo de volver a sumergirse cruzó como un rayo su mente. Los cielos
parecía un caldero. El cocinero de aquel caldo infernal lanzaba sus
imprecaciones en el puente de popa. Junto a él, Lnimir era envuelto por una
neblina púrpura que se deslizaba por su herida como un hilo, suturándolo.
Entonces el
cimmerio comprendió que si no actuaba al instante acabaría descarnado como
aquellos cadáveres, lamentándose en las profundidades con la única esperanza de
recibir a nuevos compañeros.
Se tomó de una
cuerda que colgaba deshilachándose y se balanceó hasta alcanzar con un pie la
baranda de cubierta. Lnimir interrumpió su sanación para evitar el abordaje,
pero Conan se adelantó blandiendo su acero que abrió el rostro de la criatura.
La hoja que se había clavado en la madera de la cubierta formó un arco
ascendente para rematar a su enemigo. Dejó
atrás el cadáver para dirigirse al maestro del barco. Ahora entendía porqué
habían nombrado a la nave Caldero. Yinaha
retorció un par de tentáculos a sus costados y desde el mar apareció una masa
de esqueletos, algunos de ellos reconoció como sus compañeros de tripulación
que habían abordado en el puerto de Zembabwei, pero que uno a uno fueron
desapareciendo. Sus esqueletos ahora caminaban a atacarlo, con restos de carne
y ropas que delataban su identidad en vida. El Cimmerio corrió lanzando cortes
de arriba abajo, girando en círculos para limpiar su perímetro, abriendo la
brecha que le permitiría llegar al capitán. Cundo creyó que ya sus adversarios
de huesos habían caído, para su sorpresa los restos óseos se reagruparon en
sincronía con la tormenta carmesí que amenazaba desde el cielo. La columna se
abalanzó sobre Conan, que con una voltereta esquivó el golpe, logrando acortar
la distancia que lo separaba de Yinaha. El capitán del Caldero dibujó una espiral en el aire que el torbellino de huesos imitó
interponiéndose entre él y el cimmerio. Las astillas raspaban la madera de la
cubierta como sierras, y lanzaban trozos de madera a Conan, que corría de un
lado a otro buscando el espacio para atacar a Yinaha, que en un nuevo
movimiento de sus tentáculos trazó un círculo que los huesos siguieron para
rodear a Conan, angostándose con cada giro. Las
carcajadas del capitán Yinaha atravesaron la pared de huesos, lo que le dio la
pista de su ubicación a Conan. Tomó la espada y la lanzó como último recurso
ante la inminente muerte que lo esperaba entre aquel osario viviente.
El chillido
como de un cerdo siendo degollado le indicó que había acertado. La muralla de
huesos se desmoronó y las nubes que se habían hecho densas y rojas como sangre
coagulada, se fueron disipando hasta que los hilos desaparecieron entre el
habitual cielo nublado del mar de Endhya.
El cadáver de
Yinaha yacía empalado por la espada que lo atravesaba, clavada en el mástil de
popa. De la herida brotaba un líquido negro que se filtró por la madera,
avanzando como si una mano invisible pintara las tablas. Conan pensó en
rescatar su arma, pero al ver que la sustancia también la había teñido por
completo, comprendió que su destino era el mismo que el de la embarcación.
Soltó las amarras de uno de los botes y se alejó de aquel barco maldito.