miércoles, 22 de enero de 2014

"Conan y el Barco Caldero"



 Luego de participar en la banda de Sagrados Ladrones de Ibanahathu, Conan el Cimmerio debe escapar de Zembabwei, tras ser traicionado por el que creía era su más preciado amigo en la hermandad. Contratado en la dotación de una pequeña embarcación que le dijeron comerciaba especias, viaja por el mar de Endhya hacia el este, cuando la paulatina desaparición de tripulantes, lo llevan a descubrir que tanto el cargamento como los oficiales no son lo que aparentan…



Ilustración de Frank Frazetta 

El sabor de su propia sangre lo despertó del sopor. Un alarido nació en su pecho y explotó como la fuerza de Crom y de los Antiguos Dioses cuyo nombre ha sido olvidado, pero cuya savia fluye por las venas del mundo. Su torturador agitaba la fusta en el aire rozando su pecho malherido. Su espalda se torció haciendo crujir el madero donde estaba maniatado. Las astillas saltaron mientras rodaba por el suelo hasta el barril donde los sirvientes del Capitán Yinaha dejaron su espada, a la vista pero inalcanzable según creyeron. Cuando la voltereta terminó con Conan de pie ante su arma, las amarras yacían junto a los restos del pilar. Empuñó la espada, que se hace más liviana con la furia, los brazos y piernas se extendieron con una fuerza que los hacía sentir inflados como la vejiga de cabra de un mariscador. Shiakha fue el primero en caer. Sus tentáculos rebanados se retorcieron como colas de lagarto. Guthar y Lnimir, sus hermanos mayores, miraban con los hocicos abiertos la escena. Ante el grito de desafío salieron de su estupor y se dispararon reptando desde el balcón de comando en carrera sobre la cubierta hasta la popa, donde Conan les esperaba en posición de ataque sobre la sangre de su familia.

Lnimir dio un brinco y sus tentáculos soltaron una ráfaga de dardos que el cimmerio desvió abanicando su acero. En tanto Gulthar había acortado la distancia hasta lograr apresar las muñecas de Conan, pero no con la suficiente presión para evitar que la espada se calara en su cráneo ovalado, partiéndolo. Lnimir dio un chillido inhumano lanzándose a la carga con media docena de sables, un torbellino de hojas que el cimmerio intentó sin éxito detener. Una cascada de chispas se formó al chocar los aceros y Conan trastabilló al recibir los sucesivos golpes, espacio que su contendor aprovechó para lanzarle un corte dirigido a la garganta, que Conan esquivó sin poder evitar que hiriera su pecho ya magullado. Al retroceder en su movimiento evasivo, llegó a la baranda del puente de popa. El ataque de Lnimir se intensificó haciendo caer por la borda a Conan, que sujetado con una mano del oxidado barandal, defendía su única sujeción con la espada. Los dedos se fueron soltando poco a poco hasta que entendió que era inútil seguir bloqueando golpes. En un último esfuerzo empujó a su adversario con la espada y, aprovechando el precioso segundo que el retroceso de Lnimir le dio, deslizó la hoja entre los fierros de la borda, alcanzándolo en la raíz de los tentáculos. Al escalar para volver a la cubierta, por la puerta de la cabina el capitán Yinaha apareció con un gran libro encuadernado en cuero, sujetado por cuatro tentáculos que salían desde sus ajados ropajes, que antes habían vestido su forma humana.
  Los cánticos que sus fauces dobles pronunciaban, formaron un vórtice de nubes sobre sus cabezas. El contraataque de Lnimir lo atrapó sumido en la contemplación de aquel espectáculo antinatural. Cayó por la borda dando brazadas. Su peso y la fuerza del golpe que lo lanzó al mar lo llevaron hasta aguas profundas, donde solo vio un fondo negro que devoraba los rayos de luz de la superficie. Como pudo metió la espada en su cinturón y fue dándose impulso para regresar al aire. Sintió en el tobillo un roce y al mirar hacia el abismo, se encontró con una multitud de esqueletos aprestándose a darle caza. Nadó a toda velocidad, forcejeando con las manos huesudas que intentaban llevarlo a sus dominios. La espada volvió a sus manos, en su lucha por volver a respirar. El aire se le acababa y debió lanzar tajos cortando el agua para impactar a los espectros de las profundidades.

Una vez fuera del mar el deseo de volver a sumergirse cruzó como un rayo su mente. Los cielos parecía un caldero. El cocinero de aquel caldo infernal lanzaba sus imprecaciones en el puente de popa. Junto a él, Lnimir era envuelto por una neblina púrpura que se deslizaba por su herida como un hilo, suturándolo.

Entonces el cimmerio comprendió que si no actuaba al instante acabaría descarnado como aquellos cadáveres, lamentándose en las profundidades con la única esperanza de recibir a nuevos compañeros.

Se tomó de una cuerda que colgaba deshilachándose y se balanceó hasta alcanzar con un pie la baranda de cubierta. Lnimir interrumpió su sanación para evitar el abordaje, pero Conan se adelantó blandiendo su acero que abrió el rostro de la criatura. La hoja que se había clavado en la madera de la cubierta formó un arco ascendente para  rematar a su enemigo. Dejó atrás el cadáver para dirigirse al maestro del barco. Ahora entendía porqué habían nombrado a la nave Caldero. Yinaha retorció un par de tentáculos a sus costados y desde el mar apareció una masa de esqueletos, algunos de ellos reconoció como sus compañeros de tripulación que habían abordado en el puerto de Zembabwei, pero que uno a uno fueron desapareciendo. Sus esqueletos ahora caminaban a atacarlo, con restos de carne y ropas que delataban su identidad en vida. El Cimmerio corrió lanzando cortes de arriba abajo, girando en círculos para limpiar su perímetro, abriendo la brecha que le permitiría llegar al capitán. Cundo creyó que ya sus adversarios de huesos habían caído, para su sorpresa los restos óseos se reagruparon en sincronía con la tormenta carmesí que amenazaba desde el cielo. La columna se abalanzó sobre Conan, que con una voltereta esquivó el golpe, logrando acortar la distancia que lo separaba de Yinaha. El capitán del Caldero dibujó una espiral en el aire que el torbellino de huesos imitó interponiéndose entre él y el cimmerio. Las astillas raspaban la madera de la cubierta como sierras, y lanzaban trozos de madera a Conan, que corría de un lado a otro buscando el espacio para atacar a Yinaha, que en un nuevo movimiento de sus tentáculos trazó un círculo que los huesos siguieron para rodear a Conan, angostándose con cada giro. Las carcajadas del capitán Yinaha atravesaron la pared de huesos, lo que le dio la pista de su ubicación a Conan. Tomó la espada y la lanzó como último recurso ante la inminente muerte que lo esperaba entre aquel osario viviente.

El chillido como de un cerdo siendo degollado le indicó que había acertado. La muralla de huesos se desmoronó y las nubes que se habían hecho densas y rojas como sangre coagulada, se fueron disipando hasta que los hilos desaparecieron entre el habitual cielo nublado del mar de Endhya.

El cadáver de Yinaha yacía empalado por la espada que lo atravesaba, clavada en el mástil de popa. De la herida brotaba un líquido negro que se filtró por la madera, avanzando como si una mano invisible pintara las tablas. Conan pensó en rescatar su arma, pero al ver que la sustancia también la había teñido por completo, comprendió que su destino era el mismo que el de la embarcación. Soltó las amarras de uno de los botes y se alejó de aquel barco maldito.