Ilustración por All Gore
.
Ya habían perdido la
cuenta de cuantas botellas de ron se habían bebido. El único indicio de que
llevaban muchas horas sentados en el roquerío, era el sol escondiéndose en el
mar.
Germán se vio atacado por un retortijón fulminante
que lo llevó a aventurarse en un riesgoso pero necesario descenso hasta
perderse de vista de su grupo. No podía permitir que Lucía lo viese cagando, ni
mucho menos limpiarse con diario. Cuando el sudor le perlaba la frente y bañaba
el lugar donde unas pelusas presagiaban un bigote, su esfinter estaba a punto
de claudicar. Encontró el lugar preciso donde no podría ser visto desde arriba
y tenía el espacio suficiente para asirse y evacuar relajadamente dentro de sus
posibilidades. Entre los tiritones que el esfuerzo por contener lo sacudían y la lucha por soltar el cinturón, el viento trajo un sonido escalofriante, una
gélida expresión del horror.
Los gritos sofocados de
una niña.
Siguió el sonido lo mejor
que pudo hasta que, al asomarse a la orilla se encontró con que unos metros más
abajo, muy cerca de donde rompían las olas, un hombre con los pantalones en los tobillos,
yacía sobre una pequeña, embistiéndola. Le gritó que la dejara, que se
detuviera; mientras buscaba la forma de bajar a auxiliarla, pero el hombre
lejos de parar se volvió con una mirada torva y una sonrisa desencajada. Germán
vio que tenía un cuchillo presionado contra la garganta de la niña, al
separarlo dejó una línea sangrante. Alzó el brazo y clavo repetidamente la hoja
en el abdomen de la pequeña, sin dejar de sacudirla con sus caderas. Germán, al
ver que no alcanzaba a llegar tomó una roca y la lanzó, consciente de que
podría golpear a la niña. Al menos la liberaría del horror. Al soltar el
proyectil se desequilibró y cayó incluso antes que este, golpeándose y rebotando
contra las piedras.