Las bailarinas de can-can corrían despavoridas agarrando
sus abultadas faldas, escapando de la explosión de esquirlas que desató la
caída de Anton Von Cramp sobre el órgano a vapor que las acompañaba en su
espectáculo. Los ebrios que mirábamos hipnotizados sus interminables piernas,
apenas notamos que se desbandaban como gallinas ante el ataque de un zorro.
El
profesor Von Cramp me habló de que la luz era más rápida que el sonido, en
términos que mi reducido mundo de cabezas de ganado, pólvora y whisky no
lograba asimilar. Pero en aquel momento me hizo sentido lo que me intentó
explicar.
Una
nube de luz —Sí,
lo sé, suena raro, pero lo recuerdo como una nube—, se apoderó de todo el
salón, cegando a los que aún nos podíamos poner en pie. Luego vino la onda
expansiva —otra de las cosas que me explicó el profesor— que nos salpicó como
estiércol.
—¡Corra McColl, corra!
Ese tipo de instrucciones no me
costaba para nada entenderlas.
Recurrí a mi memoria para encontrar
la salida. Busqué a tientas las puertas batientes, pero solo encontré vacío.
Poco a poco la visión comenzó a regresar y noté que en realidad ya no había
puertas, ni siquiera pared. Bueno, ni el salón era tal. Era un agujero quemado
desde donde aparecían figuras fantasmales. Entre ellas mi querido porfesor Von
Cramp.
—Es peor de lo que esperaba McColl
—me dijo el profesor mientras sacudía sus otrora finas ropas, y me empujaba
para que apresuráramos la huida—. Tao Chan Wu está implicado en la conspiración
de los egipcios. El m... —el profesor se contuvo. Siempre se incomodaba
ante las palabrotas que me salían como el aire que respiro— mal nacido nos
traicionó y entregó el libro de notas de mi padre a Among Hop Tep. Siempre
había sido él quien lo tenía. Por lo visto, viendo el actuar del “monstruo” que
nos persigue, debe haber sido vendido ya hace tiempo para que lograran hacer
las mejoras con él.
—¿Monstruo? —como respuesta recibí
la visión del artificio más grande que mis pueblerinos ojos jamás vieran.
Mi primo Earl, que trabajaba en el
tren de Florida me había hablado de cocodrilos gigantes que se tragaban a una
persona con botas y sombrero. Pero esta bestia que nos perseguía bordeaba lo
ridículo.
Su sombra cubría toda la calle
principal. De una sola pisada aplastó la capilla que tanto esfuerzo le había
costado construir al padre Beachaump. No importaba cuánto me hubiesen comentado
acerca de esa cosa llamada Uamenti, no pude evitar quedarme con la boca
abierta.
Menos ahora que en lugar de ser una
especie carro alegórico, se había desencadenado en un monstruo mecánico e infernal.
—Que obsceno despilfarro de recursos
el construir una abominación de ese tipo. El cañón que instalaron usando la
tecnología ideada por mi padre, debe exigir una enormidad a los motores a vapor
que originalmente tenía ese golem de hierro.
Imagino que deben haber vaciado todas las cámaras que contenían los
objetos arqueológicos de la exhibición itinerante, para utilizar el espacio
como reservas de carbón.
—¿Y por qué un cocodrilo profesor?
—Porque es un animal sagrado para
ellos. Simboliza... ¡Agáchate McColl! —una bola de luz que quemaba como el
mismo infierno nos pasó rosando las cabezas. Mi pobre sombrero se retorció y
ennegreció. Aún así lo seguí llevando. Me volteé y descargué uno.. dos...
tres... cuatro... cuando daba el séptimo disparo sentí que el profesor me
tironeaba y apenas lo escuchaba entre el estruendo de la explosión que nos
cortó el paso.
—Es inútil, no le causará daño
alguno. Guarde sus balas para un mejor momento. Estamos llegando al globo,
debemos apresurarnos. Si mis cálculos son correctos, tenemos —dijo mirando su reloj de bolsillo— tres
minutos y cuarenta segundos antes de que vuelva a disparar. Es el tiempo que
demora en recargar el condensador de...
—Profesor, no estoy de ánimos para
recibir lecciones de ciencia en este momento.
—Lo siento. El caso es que ya tengo
un plan, arriesgado, pero es lo único que podrá salvarnos y salvar al país o
incluso al mundo.
—Pues en usted confío, profesor.
Llegamos
al globo que aguardaba con llama baja, amarrado a un lado del corral de Jaime
Cavanaugh. Soltamos amarras y para mi desesperación, el condenado canasto
demoraba una eternidad en separarse del suelo. Cuando por fin comencé a sentir
la brisa de la altura, el cocodrilo mecánico ya estaba bajo nuestros pies,
soltando vapor como un toro enfurecido al amanecer.
—Bien McColl, este es el plan.
Cuando le indique, deberá disparar al interior de las fauces de la máquina. Yo
me preocuparé de cortar los pesos para que nos elevemos más rápido y logremos
esquivar la esfera energética si es que alcanza a salir. Supongo que con el
movimiento será algo dificultoso apuntarle, pero por el tamaño, no debería
haber tanto problema ¿o me equivoco?
—No habrá ningún problema profesor.
Con la cantidad de... —y entonces caí en cuenta de que no tenía mi cinturón de
balas. Debía haberlo perdido en la explosión del salón. Revisé la nuez: solo
quedaba una sola maldita bala. El profesor se percató de todo.
—Pues en usted confío, McColl —dijo
el profesor con una bastante bien fingida sonrisa de confianza.
El Cocodrilo comenzó a abrir sus mandíbulas. En su lomo un gigantesco —como no— ventilador comenzó a tragar aire y todo escombro a su alrededor. Como ojos, tenía una franja de cristal que dejaba ver la cabina. Instalado en los controles, estaba Among Hop Tep, con su barbita puntiaguda y la misma sonrisa maqueavélica que no abandonaba su rostro. Se parecía mucho al semblante de las estatuillas que adornaban el lujoso vagón que lo había transportado a lo largo de norteamérica. En la cabeza, llevaba un casco de soldador que bajó, al tiempo que el profesor me gritaba,
El Cocodrilo comenzó a abrir sus mandíbulas. En su lomo un gigantesco —como no— ventilador comenzó a tragar aire y todo escombro a su alrededor. Como ojos, tenía una franja de cristal que dejaba ver la cabina. Instalado en los controles, estaba Among Hop Tep, con su barbita puntiaguda y la misma sonrisa maqueavélica que no abandonaba su rostro. Se parecía mucho al semblante de las estatuillas que adornaban el lujoso vagón que lo había transportado a lo largo de norteamérica. En la cabeza, llevaba un casco de soldador que bajó, al tiempo que el profesor me gritaba,
—¡AHORA MCCOLL!
Apunté al círculo luminoso que
comenzaba a crecer en el fondo de su hocico y apreté el gatillo.
El globo subió de golpe ante la
perdida de peso cuando el profesor cortó las sogas de las bolsas de arena.
Una sacudida le dijo a mi pecho que
había fallado y que la esfera energética nos estaba golpeando. En cambio, el
porfesor Von Cramp me zamarreaba con evidente felicidad.
—¡Lo lograste McColl! Le diste al
condensador. Solo mira.
El gigantesco cocodrilo mecánico se
retorcía tal como me contaba mi primo Earl cuando los de carne y hueso
atrapaban una presa. Pero este había atrapado una lengua de fuego que luego se
transformó en una columna de humo. Después, cuando el agónico animal se había
hecho agradablemente pequeño con la distancia, sus partes de fragmentaron y
esparcieron.
La
esfera había pasado de largo por debajo de nuestros suertudos pies. Cuando me
volteé a mirarla, se perdía en el firmamento.
—¿Para dónde quieres ir McColl? Dijo
el profesor, dando un largo sorbo a su petaca y estirándola hacia mi.
—Teniendo este precioso brebaje,
creo que prefiero quedarme un buen rato disfrutando del paisaje.