lunes, 14 de noviembre de 2011

El Último Templario



Ráfagas de sangre le azotaban el yelmo, colándose por las aberturas del visor. Cada tajo de La Mano de Dios separaba miembros, eclosionaba cráneos y derramaba vientres. Desde Qurun-hattun que no se enfrentaba a tal nivel de adversarios.

El espadón descendió hasta hundirse en el hombro de un caballero, seccionando el torso que se abrió como una flor. Con movimientos fluidos pateó el cuerpo sin vida para soltar su arma y con un golpe ascendente, cortó limpiamente el brazo de otro templario que se prestaba a atacarlo.

El círculo más cercano al Gran Maestre de los Caballeros del Temple, la élite de una orden en extinción, condenada por la Santa Madre Iglesia. Blasfemos, herejes, aberraciones de la naturaleza, corrompidos por los tentáculos paganos.


El Trabajo de Dios se estaba haciendo a través de su espíritu y espada. Podía sentir el fervor de la fe hervir por sus venas.

Los caballeros caídos experimentaban los estertores de la agonía. Incluso estos pecadores merecen misericordia, pensaba mientras los remataba atravesando los corazones con la inmensa hoja de su espadón, luego de recitarles la extrema unción.

No soy un sacerdote, pero he dedicado mi vida al servicio del Señor.

El salón, vacío de vida, comenzó a crujir.

Antes incluso de determinar desde donde surgía el aire frío que irrumpió en la habitación, pudo oír los sollozos.

Una de las repisas atestadas de empolvados libros había revelado un pasadizo secreto, desde donde un hombre de calvicie avanzada, el restante cabello largo y cano, se arrastraba de rodillas, observando con incredulidad e inundados ojos la masacre recién acaecida.

“Jacques De Molay, en el nombre de Dios, la Santa Iglesia Católica y el Rey Felipe IV, os detengo por cometer sacrilegio contra la Santa Cruz, herejías e idolatría.”

La sangre aún goteaba de La Mano de Dios mientras se acercaba a apresar al abatido hombre. La armadura negra avanzaba como una colosal sombra. Se detuvo cuando su inminente prisionero lo increpó.

“¿Seréis vos acaso el mismo que ha perseguido a nuestra Santa Orden durante siglos? No puede ser.” El Templario logró ponerse en pie, con el esfuerzo de alguien que cargara una docena de cadáveres en armadura “¿Os atrevéis a mancillar el nombre del Señor, vomitándolo desde aquella impía boca que solo puede expeler hechizos del demonio? No encuentro otra explicación para tan extensa y destructiva vida que...”

“Callaos y pelead. De lo contrario rendid vuestra espada y despojaos de esas vestiduras que osan exhibir la señal de Nuestro Señor”

Tomó el espadón con ambas manos y se colocó en posición de lucha, deseando que De Molay le diera un motivo para partirlo en dos. En cambio este comenzó a caminar observando los cuadros que adornaban las paredes de piedra.

“Non Nobis, Domine, Non Nobis... mi vida no es mas que un instrumento, al igual que la de estos más grandes hombres ¿A cuántos de ellos aniquilasteis, aberración de Satanás?”

Él era un sirviente de la Santa Iglesia, no un demonio como aquel Baphomet al que adoraban los corruptos Templarios. Además, fue encomendado a perseguir a la Orden del Temple, solo desde que esta se vio contaminada por aquellos infieles a quienes se suponía debían combatir. No tenía propiedades, ni estirpe, nombre o edad. No sabía ni le importaba que día o año era el que estaba viviendo. Solo se dedicaba a esperar el llamado del Señor, mediante el Maestro, único guía de este ejercito de un solo hombre.


El caballero negro se tomó unos segundos para mirar los retratos. En realidad De Molay acertaba al suponer que había luchado con más de alguno: El único digno de su cargo, Saint-Amand, cuyo honor lo salvó de caer bajo La Mano de Dios. Aunque lo dejó escapar, fue solo para que cayera en las manos del Sultán Saladino. Fue el mismo honor de caballero que lo condujo a pudrirse hasta la muerte en una mazmorra.
El despreciable Ridefort o el tuerto Sonnac, todos Grandes Maestres Templarios. Uno de ellos le llamó especialmente la atención, Hugo De Payens, ponía en una placa de bronce. Su nombre no le decía nada, pero su rostro le pareció familiar.


“Si he de luchar, al menos dejadme ver el rostro de mi adversario”. De Molay desenvainó su espada y la alzó sobre su cabeza. Los brazos tiritaban, tal vez de miedo, tal vez de ira contenida.

El caballero negro dudó por un momento, El Maestro me prohibió mirar mi propio rostro, porque lo único que necesito saber es que soy un sirviente del Señor... ya ni historia propia tengo, apenas recuerdos sueltos...

De Molay descargó el primer golpe. Por poco el caballero negro no lo detiene. La Mano de Dios intervino en el momento preciso.

Las chispas del metal chocando parecían danzar con la ira del templario. No había titubeo en las curvas que dibujaba su espada, que tras cada encuentro con el espadón, buscaba con presteza un nuevo camino hacia su contrincante. El caballero negro no tenía más opción que defenderse y retroceder ante el ímpetu del Gran Maestre.

“Osáis decir que es la la Santa Iglesia la que os comanda, pero jamás he visto criatura más alejada del camino de Cristo que vos. Ya sea tras las líneas enemigas o tras las sombras, el flagelo de vuestra espada a carcomido los cimientos de nuestra orden. Decidme ¿Quién maneja los hilos de tamaña marioneta de la muerte?”

De Molay perdió ritmo y fuerza con el discurso, lo que el caballero negro aprovechó para contraatacar. Dejó caer el espadón con golpes sucesivos que aplastaron la defensa del templario, quien sin mucho éxito intentaba no dar marcha atrás. Pronto se vio acorralado y exhausto.


Durante eternos segundos, el combate se suspendió como detenido por la densidad del aire que los separaba. Fue tiempo suficiente para que De Molay comprimiera sus menguadas fuerzas.


En un último esfuerzo, el templario acometió un golpe que remeció La Mano de Dios y la hizo volar de las manos del caballero negro, quien no alcanzó siquiera a oír su espadón chocar contra el suelo empedrado, cuando un dolor terrible mordió su muslo derecho. La hoja de De Molay salió con lentitud tortuosa de la herida, haciéndola más profunda.


La punta de la espada en la garganta no lo dejaba tragar saliva. La tibieza de su propia sangre recorriendo su pierna le causaba escalofríos.

“Quiero conocer en vida el rostro de la muerte”.

El yelmo cayó y el rostro de Jacques De Molay sufrió una mutación, del triunfo al horror. Los ojos se desencajaron cuando, pareciendo no estar convencido, le quitó la cofia que cubría la cabeza.
Se desplomó sobre las rodillas.

“Todo estaba perdido desde el comienzo...”

El caballero negro aun asombrado por ver a su rival cubrir su cara y llorar con desconsuelo, se arrastró y recuperó su espadón.

De Molay lo vio en pie y no hizo nada para detener el golpe que le dio en la sien.


******

La catedral de Nôtre Dame bañaba con su sombra la plaza donde Jacques De Molay sería quemado vivo.

Las acusaciones fueron leídas mientras el gentío escupía, lanzaba verduras podridas y piedras al templario condenado. Este lo negó todo, y gritando con todas sus fuerzas agregó,

"Dios, sabéis quién se equivoca y ha pecado y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios, vengareis nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir."

El caballero negro sitió la mirada de De Molay posarse en la ventana del cuarto, desde donde el Maestro lo había autorizado a presenciar la ejecución del último Gran Maestre de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo.

Entonces De Molay se dirigió al Santo Padre y al Rey.

"Clemente, y vos también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡Os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!... A vos, Clemente, antes de cuarenta días, y a vos, Felipe, dentro de este año..." 

Los bufidos de la plebe habían cambiado a murmullos temblorosos ante la imprecación de De Molay. El Papa Clemente V y el Rey Felipe IV eran objeto de las miradas temerosas de los fieles, que solo se detuvieron cuando el templario comenzó a ser bañado en las llamas de la purificación.


El caballero negro ya había visto suficiente.

Pensó que al ver arder a Jacques De Molay, la inquietud en su espíritu se calmaría, pero lejos de darle paz, las dudas crecieron y ya no podían mantenerse encerradas en el templo de su fe.

El Maestro estaba sentado estudiando unos documentos cuando el caballero negro irrumpió, agitado por la explosiva inquietud.

“Maestro. Imploro vuestra misericordia. Mis recuerdos son fragmentos rotos y como tales, son traicioneros. Siento que si intento tomar alguno, me herirán y sangrarán. Aún así, necesito saber, ¿De quién es el rostro que han enfrentado aquellos infieles a quienes aniquilé? ¿Cuál es el nombre que tuve antes de servir bajo vuestra sabiduría?”

La sorpresa se apoderó del rostro del Maestro. Se puso de pie y meditó por unos instantes antes de acercarse a su discípulo.

“¿Comprendéis que al conocer la verdad, deberéis pagar un precio?”

El caballero negro dudó tan solo por un segundo y asintió.

El Maestro le quitó el yelmo, la cofia y observó con detenimiento el rostro expectante.

“Nos serviste bien, vuestra tarea ya ha sido completada...”

Con un movimiento rápido, deslizó desde debajo de su manga una navaja que le rebanó un trozo de piel de la frente.

“...la Verdad ahora es Muerte. Fuiste alguna vez el primer Gran Maestre, ahora, el último Templario”

Se desplomó y en el charco que formó su sangre, confirmó con su reflejo la revelación. Mientras las luz se apagaba, Hugo De Payens distinguió en su frente, junto a la herida que talló su Maestro, dos letras hebreas.

Todo estaba perdido desde el comienzo... Fue su último pensamiento.

Ω

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