viernes, 19 de noviembre de 2010

Los árboles en la cima.

Desde la primera vez que vine a playa Caliza en mi temprana adolescencia, me llamó la atención un cerro en cuya cima había una arboleda. Poca gente reparaba en las lejanas siluetas y de hacerlo no les daban importancia alguna. En cambio a mí, aquel detalle del paisaje me intrigaba en demasía. En una ocasión intenté llegar a la cúspide, impidiéndomelo su ladera de inclinación demasiado vertical para mis entonces pueriles miembros.


Playa Caliza es una bahía de difícil acceso, a unos cincuenta kilómetros al oeste de la ruta 5 norte. Un buen vehículo y un hábil chofer son necesarios para llegar sin contratiempos, ya que el camino es rocoso y serpenteante, siendo en las épocas de lluvia aun más difícil transitar, por el reblandecimiento del terreno y los consiguientes aludes.
El pueblo en si es muy pequeño, dominado al oeste por el frío Océano Pacifico, al este por la Cordillera de La Costa y de norte a sur hay planicies en que abundan rocas y pircas en ruinas. La vegetación se reduce a arbustos y cactus, pero ni un solo miserable eucalipto, ni siquiera un pino desnutrido, excepto sobre aquel peculiar relieve.


Sus habitantes subsisten gracias a lo que extraen del mar. A parte de un par de muelles, hay una pequeña playa de arena oscura, flanqueada por filosas rocas, inabordables para sacar los mariscos que las cubren.
Casi desde todos los puntos de la bahía se pueden ver los árboles sobre el cerro, pero quienes residen y visitan playa caliza, sólo tienen ojos para el mar. Cada vez que consultaba a alguien acerca de aquel cerro, se encogía de hombros y aducía ignorar la razón de por qué poseía una arboleda y que sólo le preocupaba que el mar poseyera suficientes peces para llenar su red.


Han pasado más de sesenta años desde la primera vez que pisé los suelos de playa caliza y no ha habido hasta ahora ningún episodio tan trascendental para mi vida, como la persecución de los hermanos Quinsacara.

Sintiendo la brisa marina en mi dorso, los recuerdos se hacen a veces lejanos, como si siglos hubiesen pasado. Por el contrario, en momentos me parecen tan recientes como mi última inhalación.
En ese tiempo era Cabo 1° de Carabineros de Chile y tenía las expectativas de ascender a Sargento 2°, si tenia éxito en atrapar a la banda que atemorizaba a la gente de la zona, obligándolos a permanecer encerrados como prisioneros en sus propios hogares. A sus habituales andanzas de cuatreros y saqueadores de camiones de transporte, los Quinsacara habían agregado el entrar en las casas de veraneo inhabitadas, extrayendo hasta el más mínimo objeto de valor. Una de las victimas se atrevió a denunciarlos, consiguiendo solo que como represalia incendiaran su casa. Jamás estuvo claro si fue intencional o no el que la denunciante estuviera dentro del inmueble mientras las llamas consumían hasta los cimientos. De este hecho nunca se les pudo imputar por la ausencia de pruebas. Sin embargo una riña a navajas, con testigos oculares (que tenían más que ganar que perder) y el arma homicida con huellas clavada en el difunto, nos dio la oportunidad de darles caza.

Comenzamos por su único domicilio conocido en las afueras de La Higuera, el cual pudimos notar a varios kilómetros fue incendiado, seguro por ellos mismos, para borrar cualquier indicio.

Todos los testimonios apuntaban a que se dirigían a caballo a Playa Caliza, por una ruta inaccesible para vehículos motorizados. Con mi compañero montamos siguiendo el camino que nos indicaron los lugareños, cabalgando lo más aprisa que el irregular terreno nos permitía. Cerca de una hora de avance nos costó darles alcance visual.
El cabo 2° Órdenes, era un joven carabinero, con una incontrolable tendencia a bromear hasta en los momentos menos indicados.

- Mi cabo, hagámosle puntería desde aquí. Dejemos que los jotes se encarguen de los cuerpos.
Al parecer en este caso no bromeaba, ya que estaba preparando la escopeta. Lo ignoré y le expliqué como debía ser nuestro proceder.

- Desde este punto los seguiremos a pie, ir montados nos hará mucho más visibles y ruidosos, a pesar de que mantendremos una distancia prudente. Avise por radio nuestra situación actual y explique que apenas tengamos la ubicación del escondite, daremos un informe. Estos tipos son muy peligroso para enfrentarlos a tiros y sin apoyo.

El cabo Órdenes comprendió mi razonamiento, sacó el radio y realizó el llamado tal cual se lo dicté. Cuando volvió a guardar el aparato en el bolso de la montura, se manifestó en el un sombrío semblante. Había tomado el peso de la situación en la que nos encontrábamos y el miedo comenzaba su metástasis. Antes de que lo afectara, debía intervenir para tranquilizarlo.

- Nosotros sólo realizaremos una labor de rastreo. En el peor de los casos tendremos que servir de soporte al escuadrón que llegue.

Traté de sonar natural para que no pensara que eran paños fríos mis palabras. El rostro algo más relajado del cabo me dijo que había tenido éxito.

El sol había comenzado su descenso hacia el mar, sus rayos encandilarían a nuestros perseguidos si llevaban la vista en nuestra dirección. Por el contrario, a nosotros nos daría una perspectiva muy clara del cuarteto.

Avanzaron más de una hora y se detuvieron a los pies de un cerro. El terreno era desfavorable para los equinos, así que no nos costó llevarles el paso. Discutían al parecer, ya que movían de forma exagerada sus brazos y cabezas. Cesó la trifulca con un par de empujones, para dar paso al desmonte y luego al ascenso. Habían decidido subir el cerro.

El cerro de los árboles en la cima.

Hice caso omiso de los árboles y sus incógnitas que años atrás me fascinaban. Tenía asuntos de vital importancia que exigían mi prioridad mental. Sería difícil sorprender a los Quinsacara estando ellos en la altura. Apostarían un vigía, y si su estadía se prolongaba más allá de sus provisiones, uno se escabulliría a reabastecerlos.

Había llegado el momento de pedir refuerzos.

Sin quitar los ojos de la escalada de los delincuentes, le solicité a Órdenes se comunicara por la radio y describiera la ubicación de los fugitivos. Al no escuchar sonido alguno, repetí mi orden sin obtener otra vez respuesta. Me volteé y el cabo miraba sus zapatos asomando bajo su gorra su pequeño y tembloroso mentón.

- ¡Órdenes!

- M… m… mi cabo…, el radio esta en la funda de la montura del caballo…

- ¡Por la misma mierda Órdenes! ¡como fue a cometer semejante imbecilidad!

- M… mi cabo…

- ¡Cállese…! – me senté abatido en el pedregoso suelo, cavilando que diantres tenía que hacer.

Por un lado estaba la opción de regresar hasta el comunicador, pero tendríamos, sólo de ida, algo de una hora de caminata, en la cual nos caería la noche. Además existía la gran posibilidad de que los animales no estuvieran, o por escaparse a pesar de las amarras, o que un amigo de lo ajeno se los hubiera apropiado. Órdenes no se mostraba muy entusiasmado mientras oía mis conjeturas, ya que seguro calculaba mis intenciones de subir el cerro. Le hice ver que no podíamos dejar que se escaparan aquellas bestias, pero me reservé decirle mis ansias de atraparlos con mis propias manos y así asegurarme el ascenso a Sargento.

- Es culpa mía lo del radio, así que no me queda nada más que acatar.

Asentí ante su declaración y comenzamos la marcha.

Le explique mi plan. Debíamos dar con la ubicación del vigía, sorprenderlo y reducirlo, sin advertir al resto de la banda. Órdenes se quedaría custodiando al detenido mientras yo subía por los restantes. Se mostró conforme de verse marginado de la parte final.

Tal como predije, uno de los Quinsacara se rezagó, ubicándose en un saliente, que de no ser por nuestra vigilancia jamás nos habría permitido verlo.

El sol se había hundido por completo en el mar, la oscuridad de la noche nos amparaba para rodear el cerro y ponernos por sobre el centinela. Llegamos tan rápido como el sigilo nos permitió. Órdenes lo golpeó con la culata de la escopeta y seguido lo espose por la espalda. Con su propio cinturón amordazamos al prisionero, que convenientemente para nosotros portaba varias cuerdas, un par de cuchillos, un revolver y una escopeta con sus respectivas municiones. Até con una de las sogas al delincuente, de tal manera que las manos y pies quedaron unidos en su espalda. Recuperé las esposas y tomé el resto de las pertenencias del cuatrero. Órdenes no podía evitar sus bromas de mal gusto.

- Mire mi cabo, ¿qué sentirá este güeón de mierda al estar amarrado como los cabritos que se roba? – y lo empujó con el pie haciéndolo mecerse y caer de costado. Le pedí que me acompañara unos pasos hacia arriba y le dije:

- No vuelva a lanzar ese tipo de comentarios.

- Pero mi cabo, si ese…

- Ningún pero. Esta gente con el cuerpo y el orgullo heridos se vuelven muy creativos. Fíjese en la cara de furia que tiene. Hace un rato era de temor, ahora más que nunca desea soltarse. Necesito que usted esté en guardia y pendiente de todo lo que pase alrededor.

- Entendido mi cabo.

Me fui esperando a que Órdenes no cometiera más estupideces.

Puse mucha atención a los sonidos de mi entorno. Cuando restaban algo de cien metros para terminar mi ascenso, me llegaron voces discutiendo, un breve silencio y luego gritos, aullidos de dolor, sonidos de bultos golpeándose en el suelo, suplicas de clemencia y otra vez, el silencio.

Apresuré el paso, olvidando el cuidado de ser descubierto.

Apareció una silueta iluminada por la luna. Se desplazaba rauda y recto en mi dirección. Cuando fue inminente su caída sobre mí, me miró con ojos inyectados, tan grandes que parecían saltar del rostro.

- ¡Ayúdeme por le amor de dios!

Era uno de los Quinsacara.

Antes que lograra preguntarle que pasaba, un lazo lo tomó del tobillo y lo arrastró de vuelta a la cima con tal fuerza, que lo hacía rebotar en las rocas, dejando un rastro sangriento. Cuando llegó arriba parecía un muñeco de trapo.

Una trampa. Gritos. Al parecer la cima de este cerro tenía habitantes y no les gustaban las visitas. Preparé la escopeta y me dirigí cauteloso a la cúspide.

La cima estaba desierta.

Un urticante hedor a carroña hirió mis fosas nasales. La silueta de los árboles meciéndose con el viento era lo único que resaltaba a primera vista, pero una vez que examiné el terreno con mayor detalle, hice los primeros inquietantes hallazgos.

La ropa del individuo que había sido arrastrado, yacía empapada en un inmenso charco de sangre que reflejaba el lumínico disco lunar. Seguí recorriendo los algo de tres metros de radio de la mancha carmesí, encontrando vestimenta de otras dos personas. Era definitivo, los Quinsacara habían sido atacados, pero ¿qué clase de ritual habrían perpetrado los salvajes para dejar semejante escena?

Mis conjeturas fueron interrumpidas por un sonido líquido. La tierra estaba absorbiendo la sangre del charco, de tal manera que parecía una esponja. Sólo quedaron las prendas tiradas como cadáveres y secas como hojas de otoño. Estaba boquiabierto cuando el estruendo de un disparo y un zumbido en el oído me estremecieron. Me tiré al suelo y un dolor húmedo comenzó a punzar la oreja derecha. La bala me había rozado. Mi estomago y garganta se retorcieron al pensar que podría terminar ejecutado como los Quinsacara en algún demencial rito. Un proyectil rebotó en el suelo junto a mí, pero esta vez pude ubicar el origen. Disparé mi escopeta y pude escuchar el crujir de un hueso y el lamento de un herido. Me levanté y acerqué con cautela. Mi sorpresa fue grande al ver que quien me disparaba era el prisionero que custodiaba Órdenes. Su pierna sangraba profusamente y asomaba una astilla ósea.

- ¡Paco conchatumare! Güeón igual que tu compañero. El muy güeón dejó a mano uno de mis cuchillos. Le corté la garganta tan fácil como la mierda de amarra que me pusiste – deslizaba sus dedos hacia el arma tirada junto a él.

Le apunté a la mano y algo agarró mi tobillo. Me tiró tan brusco que me dio un golpe en el suelo que me voló varios dientes. Quedé suspendido de cabeza en el aire. Veía un invertido rostro del delincuente, que tenía una expresión de espanto como seguro la tenía yo. Miré hacia arriba, encontrándome con que colgaba de un árbol. El último de los Quinsacara me disparó dándole a la rama que me sostenía. En lugar de sabia, brotaba un líquido rojo idéntico al que salía de mi oreja y boca. La madera de aquel árbol no era tal, si no que algún tipo de músculos que latían en la zona de la herida. Otra rama se estiró hasta jalar de la pierna lastimada a Quinsacara, quien gritaba como un cerdo en el matadero. Lo alzó y dejó caer a tierra una y otra vez, salpicando todo el rededor. La pierna baleada se cortó y antes que el resto del cuatrero aterrizara, lo agarró en el aire, para seguirlo azotando hasta que quedó desparramado en la cima. El resto de los árboles absorbían todo lo que les cayó encima, generando un rumor que sólo podría describir de forma lejana, como una mezcla de ronroneo y llanto.
Trataba de soltarme, pero mientras más lo intentaba era mayor la presión en mi tobillo. En el piso, donde hubiera trozos de carne y hueso, se abrieron agujeros que los tragaron. Una vez que no quedaron restos sólidos de Quinsacara, la tierra succionó la sangre derramada, dejando secos los jirones de ropa.

La presión del miedo apenas me dejaba respirar. No sólo estaba aterrado por la atroz expectativa del dolor que se me avecinaba, si no que también por el hecho de que mi vida se acabaría. Tantas aspiraciones se verían truncadas. Tenía una necesidad imperiosa de vivir. Es irónico que ahora anhele lo contrario.

Escruté impotente cada detalle del árbol que me sujetaba, buscando cualquier cosa que me permitiera escapar. El tronco y las ramas tenían la apariencia de un cuerpo desollado. En las varas más altas y gruesas había caca de ave. El olor a descomposición me hacía lagrimar y con la vista algo nublada, vi como el piso se alejó y luego acercó hasta impactarme.

En ningún momento perdí la conciencia, ni siquiera después que se fracturara el cráneo y mi cerebro se desparramara libre por los aires. Vi como la tierra se tragó mi cuerpo mutilado y se bebió mi esparcida sangre. Necesité, pero no pude, gritar de angustia al sentir como mis restos viajaban por las raíces y eran absorbidos por los troncos y ramas desnudos.

Resido encerrado en estos cuerpos atroces, acompañado de las almas de todos aquellos que han servido de alimento a los árboles en la cima. Somos una conciencia colectiva, que no tiene más libertad que la de recordar su pasado y vivir su tormentoso encierro, perdidos en un abismo habitado por ecos de locura y sufrimiento.

Nos nutrimos de los escasos ingenuos que osan llegar a esta cúspide de muerte, y a falta de ellos, nos saciamos con los residuos de las patas de los jotes, que se posan con su plumaje negro, y sus rojas y fétidas cabezas. Incluso Órdenes nos hizo su aporte a través de las garras de las aves de carroña.

Ω


4 comentarios:

JLFLORES dijo...

Saludos me parece que está muy bien construido, me recuerda al mismo tiempo al joven King y relatos más extraños de Maupassant, pero con tu voz claro. Notable.

Connie TM dijo...

Bueno mis comentarios te los envie personalmente hace ya un tiempo, que fueron mas bien tecnicos. El relato es directo, rapido, como dice jl flores bien construido, fresco ademas para el lector. Tu sabes que a mi me gusto mucho!

Gonzao, TUE_TUE, Soundwave y/o Visho dijo...

Buen cuento aunque algo largo para internet D:
en fin en cosa tuya nada que más aportar muy bueno para ser un corto sobre esté cuento en fin eso saludos que estés bien saludos

fraternodraconsaccis dijo...

Gracias por comentar.
Se que es más fácil ser leído en internet con relatos cortos, ya que quienes no son aficionados a la lectura, es probable que desechen el texto. Pero el relato necesitaba esta extensión porque el desarrollo de los acontecimientos así lo requería.
Por mi afición al cine de terror, es normal que mis relatos tengan estética cinematográfica.

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